(Por Mireia Esteva)
En la película de Hannah Arendt, filósofa alemana de origen judío, exiliada en Estados Unidos debido a la segunda guerra mundial, en un momento dado, en medio de una discusión, uno de sus mejores amigos le pregunta si ama a Israel. Y ella, sorprendentemente, le contesta que no. Y añade: «Yo amo a las personas».
La mayoría de los amigos de la filósofa la rechazan cuando expresa sus ideas sobre Eichmann y el juicio que se le hace a Israel, al que ella asistió. Arendt pone en duda que se le juzgue en ese país después de haberlo secuestrado; por unos hechos ocurridos antes de la existencia del propio Estado de Israel, al margen de los juicios de Nuremberg, y se le juzgue de cosas que no figuran en el código penal. A Arendt, Eichmann le parece un hombre gris. Efectivamente, durante el juicio, Eichmann no manifestó ningún tipo de rencor u odio hacia los judíos, ni tampoco defendió ninguna ideología y tampoco dejó de afirmar que él hacía su trabajo, cumplía órdenes y seguía la ley. El tema clave es que a quien se debería juzgar es al sistema y su perversidad, que coloca a todos en un engranaje que les imposibilita poner en duda lo que hacen, porque no se analiza dentro del conjunto. A partir de aquí Hannah Arendt desarrolló su teoría sobre «la banalidad del mal». El problema de fondo en la aceptación de las teorías de la filósofa es que los judíos se consideran con derecho moral de juzgar Eichmann en estas condiciones -porque se sienten sus víctimas- y como consecuencia, condenarlo a muerte: independientemente de cualquier otra consideración de tipo racional. Sienten que si Arendt no está de acuerdo con el proceso judicial pone en duda el holocausto mismo. Más aún: viven sus afirmaciones y dudas como un atentado contra Israel y contra todos los judíos. Lo que ella niega.
Cuando veía la película no pude evitar ver algunas similitudes, con respecto a determinados mensajes y comportamientos, con algunas situaciones que estamos viviendo en la actualidad, tan cargadas de emoción que terminan pervirtiendo la realidad y confunden el todo con las partes. En relación a la pregunta a la que me refería al principio «Amo a Israel?», Ensayé de trasladarla a mi propio contexto: «Amo a Cataluña»? Muy a menudo se habla de «Amar Cataluña» y este supuesto sentimiento sirve para justificar determinadas opiniones o comportamientos, en contra de los que supuestamente no le quieren lo suficiente y por lo tanto, no son muy buenos catalanes. Todos aceptamos «de facto» el concepto , aunque no sabemos qué significa para cada uno de nosotros. Además, es un término que acaba sirviendo para diferenciar unas personas de otras, según se sobreentienda cuáles son sus modos de pensar o de sentir.
Pero qué quiere decir amar un país? Podemos realmente amar una abstracción o nos referimos a aspectos concretos que podrían estar incluidos? Amar un país significa, tal vez, que amamos a las personas que viven en él? Las puedes amar todas en abstracto por el solo hecho de que pertenezcan al país? Mi respuesta debe ser no. Si no las conozco, no las puedo amar y si las conociera, a algunas las amaría y a otras no. Por otra parte, las quiero diferente por pertenecer a mi país? La respuesta vuelve a ser negativa. Yo puedo querer a las personas independientemente de su origen o el territorio donde vivan, porque las quiero a través del trato y el intercambio, es decir, de sus actos en relación a mí y en la medida en que soy capaz de entenderlas . Respecto la globalidad de las personas, aunque no las pueda querer a todas, si puedo decir que las respeto o que intentaré ser solidaria, independientemente de si las conozco o no. De nuevo, este sentimiento sale fuera de las fronteras de mi país porque debería respetar todos mis congéneres independientemente de cómo piensen o de donde vivan y la solidaridad tiene más que ver con las condiciones objetivas que con las personas concretas. Por tanto, el concepto «Amar Cataluña» no puede referirse a las personas que viven en ella.
Si no se trata de las personas, cuando digo que «Amo Cataluña» a que me refiero? Podrían ser los símbolos que nos identifican? La bandera o el himno? De nuevo no los puedo querer. Sí que les tengo respeto porque significan el conjunto de reglas y valores que compartimos, que rigen nuestra sociedad. Pero no los quiero. Incluso, aunque los respete, podría ser que no representaran los colores que más me gustan ni los mensajes que me gustaría oir. Y si querer Cataluña es respetar los símbolos que nos identifican, la utilización banal de los símbolos significaría que éstos no se respetan? Por ejemplo, si le pongo la bandera como capa a un perro o me lleno de productos de consumo con la bandera hasta las bragas soy más catalana que quien sólo utiliza los símbolos de manera discreta? Seguramente no. Seguramente, no debe tener nada que ver. Y si en lugar de los símbolos que nos unen utilizo otros que significan cosas diferentes y me niego a utilizar los comunes? Aunque honradamente piense que el himno o la bandera que utilizo ajustan mejor a lo que yo pienso, como que no son símbolos consensuados por todos, no representan mi país y por lo tanto no puedo decir que las personas que utilizan signos alternativos quieran más Cataluña que las que utilizan los que ya están consensuados.
Pues, si no son las personas de mi país ni los símbolos identitarios lo que expresa mi amor por Cataluña, podría ser su historia? Pero yo puedo amar la historia de mi país? Me parece que no. Yo tengo curiosidad por conocerla; me gusta conocerla; me gusta saber que se generaron los movimientos sociales, y como se equivocan las personas. Me gusta la historia porque aprendo a interpretar el presente y prever los errores en el futuro. Por tanto, la historia merece veracidad, y análisis crítico, porque si no, no me sirve para aprender, para crecer. Y si la historia me la interpretan para justificar ideologías del presente no será que en lugar de ser útil me ayuda a confundirme? Y quiere más a Catalunya quien esconde la historia y la falsea por intereses partidistas que quien hace crítica? La respuesta vuelve a ser no. Y más aún: me puedo sentir orgullosa o avergonzada o responsable de lo que otras personas hicieron en el mismo territorio donde ahora yo vivo, hace trescientos años? La verdad es que no. Como tampoco puedo responsabilizar a personas que viven fuera de mi país de lo que hicieron otras personas que vivían donde viven ellas ahora, hace trescientos años.
Y si no son las personas, ni los símbolos ni la historia lo que hace distinguirme para querrer a mi país podrían ser sus tradiciones o folclore? Me ha de gustar todo sólo porque es de mi país? Me tienen que gustar los sombreros de los agricultores de siglos atrás y las canciones de bandoleros? Tengo que disfrutar de todas las danzas y no puedo pensar que los «Castells» no deberían poner en peligro a los niños o niñas que hacen de «eixeneta»? No me han de molestar los petardos de la noche de San Juan?
Y si no son las personas ni los símbolos, ni la historia ni el folclore ni las tradiciones podría ser la lengua la que me identificara como amante de mi país? La quiero? No, no quiero a mi lengua. La cultivo, la mejoro, lo enseño y me gusta verla evolucionar, porque la lengua es riqueza y comunicación. Porque la lengua crece y se enriquece en contacto con otras lenguas. Si no es así no es una lengua normalizada. Si una lengua no se transforma enriquecida por las otras lenguas, se transforma en una faja, es un fósil, un tesoro del pasado. Las lenguas crecen con el uso y el conocimiento, pero les va mal el aislamiento y las prohibiciones. Soy peor catalana si además del catalán me encanta hablar el castellano y el inglés o el francés? Amo más Cataluña cuando visualizo otras lenguas como amenazas o cuando las veo como puertas abiertas al conocimiento y al intercambio? Creo que no, a pesar de en muchas ocasiones hemos tenido que defenderla y protegerla.
Y si no son las personas, ni los símbolos, ni la historia, ni el folklore, ni la lengua, podrían ser las leyes y las instituciones? Tampoco. Las leyes son los códigos que nos rigen y las instituciones están obligadas a protegernos de su mal uso. Sin embargo, unas y otras las hacemos los humanos en función de los momentos y las cambiamos según las demandas sociales o los criterios del poder. En una sociedad democrática deben ser el producto del consenso social y la garantía de los derechos y deberes de los ciudadanos. De nuevo, las tenemos que respetar. Y aunque las tenemos que respetar, no es menos cierto que las tenemos que querer y poder cambiar si nos parecen injustas, incompletas o desfasadas? Por tanto, tampoco las podemos amar.
Y finalmente, amar Cataluña fuera querer los productos de mi tierra? Los productos del comercio y la industria? Soy mejor catalana y amo más Cataluña si sólo consumo productos catalanes y me enfado cuando no quieren nuestro cava? Como defiendo mejor los intereses de Cataluña, sólo consumiendo los productos de Cataluña o abriendo el comercio y el consumo? De nuevo, contesto no: sinceramente, pienso que cuando más capaces seamos de hacer intercambio, mejor. Nos gusta que nos compren productos fuera de nuestra tierra y nos gusta encontrar variedad en nuestros comercios? Quiero intercambio o no? En qué quedamos? Soy más catalana o menos según una actitud u otro? Por lo tanto, los productos que consumo no se relacionan con mi cariño por Cataluña, porque si me lo planteo seriamente sólo llego a contradicciones.
Podríamos seguir con muchas otras cosas, pero no es necesario. No somos mejores ni peores catalanes, por no poder amar conceptos abstractos difíciles de simplificar en la realidad, ni tampoco podemos querer todas las partes ni los conceptos materiales y concretos que podría incluir esta abstracción, por ser diversos, complejos y discutibles. «Amar Cataluña» o «Amar Israel» no es más que un concepto «trampa» que produce identificación inconsciente con determinadas opiniones y comportamientos de personas que se autodenominan -ellas mismas- como que aman más a su país que el resto que no tienen estas opiniones o comportamientos. Forma parte de aquellos conceptos que buscan la homogeneización de la sociedad a través de la identificación con conceptos abstractos que significan diferentes cosas para cada persona. Son conceptos que niegan en sí mismos la riqueza de nuestra sociedad y por lo tanto la empobrecen.
Pero aunque no amamos Cataluña en sentido falacioso, queremos lo mejor para nuestra sociedad y las que nos rodean: leyes justas, libertad para expresarnos sin coacciones; gobiernos que garanticen la convivencia y gestionen con responsabilidad los recursos públicos que tienen la obligación de administrar. Queremos una sociedad abierta al intercambio, que sepa sumar. No nos gusta que la ineptitud de los políticos nos lleve a callejones sin salida. Tampoco pensamos que los problemas se resuelven ignorándolos ni con huidas hacia adelante ni por el despiece de todo lo que hemos conseguido hasta ahora. Queremos que los políticos hagan de políticos, que negocien para la búsqueda de consenso, que sean transparentes y responsables con el uso del poder y con los recursos de todos. Tampoco queremos atentados contra el bien común con los recursos públicos que tienen la obligación de administrar. Defendemos la buena información y rehuimos de la manipulación de los valores y los conceptos para conseguir con engaños y verdades a medias, intereses que no nos representan a todos.
En resumen, queremos que la política se demuestre a través de los valores democráticos y que las instituciones sirvan para garantizarlos. No queremos que en lugar de reconocer la incapacidad de resolver los problemas que tenemos, los políticos planteen aventuras épicas de difícil encaje con la realidad. Exigimos nivel e imaginación para resolver los problemas, negociación y consenso entre diferentes opciones, para que todos nos merecemos respeto!
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